Una sabia y conocida anécdota árabe dice que en una ocasión, un
Sultán soñó que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó a
llamar a un adivino para que interpretase su sueño.
“¡Qué desgracia, mi Señor!” exclamó el
adivino, “cada diente caído representa la pérdida de un pariente de vuestra
Majestad”.
“¡Qué insolencia!” gritó el Sultán enfurecido,
“¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!” Llamó a su guardia
y ordenó que le dieran cien latigazos.
Más tarde ordenó que le trajesen a otro
adivino y le contó lo que había soñado. Éste, después de escuchar al Sultán con
atención, le dijo: “¡Excelso Señor! Gran felicidad os ha sido reservada… ¡El
sueño significa que sobreviviréis a todos vuestros parientes!”
Iluminóse el semblante del Sultán con una gran
sonrisa y ordenó le dieran cien monedas de oro.
Cuando éste salía del palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: “No es posible! La interpretación que habéis hecho de los sueños es la misma que la del primer adivino. No entiendo porque al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro.
Cuando éste salía del palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: “No es posible! La interpretación que habéis hecho de los sueños es la misma que la del primer adivino. No entiendo porque al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro.
“Recuerda bien, amigo mío”, respondió el
segundo adivino, “que todo depende de la forma en el decir… uno de los grandes
desafíos de la humanidad es aprender el arte de comunicarse”.
Moraleja:
De la comunicación depende, muchas veces, la
felicidad o la desgracia, la paz o la guerra. Que la verdad debe ser dicha en
cualquier situación, de esto no cabe duda, más la forma conque debe ser
comunicada es lo que provoca, en algunos casos, grandes problemas.
La verdad puede
compararse con una piedra preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de alguien,
puede herir, pero si la envolvemos en un delicado embalaje y la ofrecemos con
ternura, ciertamente será aceptada con agrado.
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